Oí caer la lluvia. Las gotas de agua golpeaban el cristal de la ventana del techo. Eran golpes suaves pero continuos.
Por aquél entonces, mi sueño era pesado y tranquilo, como el de todas las personas jóvenes, inconscientes y felices. El sueño me vencía, a pesar de eso, abrí primero un ojo y luego el otro. Entonces me quedé asombrada, no daba crédito a lo que estaba viendo.
No puede ser, pensé. No puede ser, me dije. Estaba ahí, delante de mí, a los pies de mi cama. Era ella, seguro. Aunque no la veí con nitidez, si pude oler su aroma inolvidable.
Olía a mi madre, era mi madre. Tan cercana y tan lejana a la vez.
Se comunicó conmigo sin voz y me dijo: quedate tranquila, sigo cuidando de tí y no temas por mí, que ahora tengo compañía. Te querré siempre a tí y a los tuyos.
Volvía dormirme y cuando me desperté, pensé que sólo había sido un sueño, pero continuaba oliendo a ella.
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